La dignidad visible del vestir. Signo de lo transcendente invisible
El vestir clásico ordena el espacio público: expresa limpieza, puntualidad, respeto y jerarquía legítima. Sustituirlo por vaqueros y camisa desenfadada rebaja el listón cívico y envía un mensaje de desatención. No es casual que quien cuida su porte suela cuidar su oficio: disciplina, profesionalidad y sobriedad se entrenan también en el armario. La ropa no hace la virtud, pero educa la voluntad.
Como explica Plinio Corrêa de Oliveira, la Revolución se libra antes en las costumbres que en los textos: la “revolución de las tendencias” deforma gustos, ambientes y modas para predisponer las almas al igualitarismo y la sensualidad.
No es inocente vestir: cuando el traje se caricaturiza y el pudor se disuelve, la moda se vuelve propaganda, y la calle aprende el desprecio por la jerarquía, el decoro y la disciplina.
La auténtica Contrarrevolución empieza por las formas: recuperar la compostura, la modestia y el canon clásico para reeducar la mirada y cerrar el paso al proyecto subversivo.
El canon clásico también reconoce la diferencia sexual sin estridencias: el varón, traje y corbata; la mujer, vestido —y pantalón femenino cuando lo exija la tarea—. La deriva unisex pretende igualar lo diverso y disolver las referencias; es un igualitarismo mundialista que aplana costumbres y empobrece la vida común.
Restaurar el orden empieza por lo visible: admitir que la apariencia importa, que el buen vestir ennoblece la ciudad, y que debemos recuperar el traje y la corbata en nuestras calles. No por nostalgia, sino por bien común: porque una sociedad que respeta las formas, se recuerda a sí misma el fondo.
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