La “humanización” al lado de la eutanasia: la incoherencia que deshumaniza
En la misma página oficial donde se promete “humanizar” la atención sanitaria se exhibe, a dos renglones, la “regulación de la eutanasia”. No es un error; es el programa: barniz humanitario para legitimar que el propio sistema elimine a quien debía proteger. Es la peor forma de hipocresía institucional: predicar cuidado y habilitar la muerte. Llamarlo progreso es maquillaje; llamarlo compasión, una mentira peligrosa.
Humanizar significa tratar al enfermo según lo que es, no según lo que rinde. Si el fin de la medicina es curar, aliviar y acompañar, introducir como opción “acabar con el paciente” desarma la profesión desde dentro. Es incompatible afirmar “te cuido” y, a la vez, ofrecer “puedo terminar contigo”. No hay equilibrio posible entre ambos mensajes. Uno excluye al otro. Por eso, cuando el poder mezcla los dos discursos, no busca claridad; busca que traguemos el veneno con palabras dulces.
Se apela a la autonomía como si el consentimiento cambiara la naturaleza del acto. No la cambia. Matar no es cuidar, aunque lo firme un protocolo y lo pida un formulario. La medicina puede y debe suprimir el dolor con medios proporcionados, incluso aceptando efectos indeseados; lo que no puede es convertir al médico en gestor de salidas. Quien confunde ambos planos corrompe el lenguaje para quebrar el juicio moral. Primero nos piden que aceptemos la palabra; luego acabamos aceptando el hecho.
La coartada es siempre la misma: “o eutanasia o sufrimiento inútil”. Falso. Existe el camino recto: paliativos serios, proximidad real, apoyo a la familia, presencia estable junto al lecho. Es más caro y exige más virtud, sí; por eso algunos prefieren el atajo. Donde entra la eutanasia, los paliativos se estancan, el frágil se siente una carga y la confianza se rompe. ¿Cómo sostener la promesa “no te haré daño” cuando el mismo sistema ofrece la aguja como salida honorable?
El truco es de manual: eufemismo, normalización, presión. Se sustituye “matar” por “ayudar a morir”, se presenta como “opción terapéutica” y se señala al objetor como insensible. Es una pedagogía de la rendición: acostumbrar los oídos para desarmar la conciencia. El resultado es un “humanitarismo” de póster que entrega a los débiles a la lógica del descarte y llama virtud a la retirada.
Quien de verdad quiere humanizar no necesita una ley para suprimir al enfermo, sino recursos para sostenerle: equipos que tengan tiempo, protocolos de proporcionalidad que eviten el ensañamiento sin abandonar lo básico, capellanía y apoyo psicosocial cuando se piden, descanso para el cuidador, testamentos vitales bien orientados a recibir cuidados, no a encargar la propia muerte. Eso es humanizar: ordenar medios al bien del paciente, no al confort del gestor.
Todo lo demás es demagogia. Si una administración proclama “humanización” y, al mismo tiempo, promociona la eutanasia, no está elevando el nivel moral del sistema: lo está hundiendo con una sonrisa. La primera obligación de un servicio sanitario es no cruzar la línea que separa el alivio del exterminio. Si la cruza, ya no acompaña: decide quién merece seguir. Y una sociedad que acepta eso ha degradado la compasión a trámite y ha cambiado el deber de proteger por la comodidad de desaparecer al que sufre.
Humanizar es permanecer, aliviar, sostener. Eutanasia es retirarse. Pretender ambos a la vez no es equilibrio: es hipocresía. Y la hipocresía, en sanidad, mata.
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